Madre perla, arte y tradición: mi experiencia artesanal en Corea

Una de las experiencias más enriquecedoras que viví en Corea fue asistir a talleres culturales, ya que me permitieron acercarme de manera directa a la tradición y crear recuerdos únicos de los meses que pasé allá. Entre los espacios que descubrí, el Seoul Culture Lounge se convirtió en un lugar especial: un punto de encuentro con los encantos de la cultura coreana, donde se pueden encontrar talleres de hangeul, sesiones de K-beauty, clases de baile K-pop, caligrafía, artesanías en nácar y minhwa (pintura folclórica), además de actividades abiertas como estaciones de música coreana, pulseras de cuentas hangeul o la preparación de tés florales, que terminé convirtiendo en uno de mis rituales favoritos en cada visita.
Dentro de todas estas experiencias, hubo una que me marcó profundamente: la artesanía con madre perla. Siempre me han fascinado las pequeñas cajitas decoradas con esta técnica —mi mamá y mi cuñada incluso me habían pedido que les llevara alguna como recuerdo—, así que decidí atreverme a elaborarlas yo misma. Lo que nunca imaginé fue lo mucho que disfrutaría el proceso: cortar delicadas piezas de nácar, ensamblarlas con paciencia y ver cómo poco a poco iban tomando forma figuras llenas de brillo y vida.
El taller lo imparte un maestro artesano que, además de guiarnos paso a paso en la creación de una caja, nos compartió la historia y el trasfondo de esta tradición. Aprendí entonces que la laca utilizada, llamada ottchil (옻칠) en coreano, es una pintura natural con más de 3000 años de historia, originaria de China y expandida hacia Corea y Japón. Su aplicación, lejos de ser sencilla, requiere paciencia infinita: extraer la resina del árbol, purificarla, transformarla en pintura y aplicarla capa tras capa, con tiempos de secado que pueden alargar el proceso durante meses. El resultado, sin embargo, es asombroso: piezas resistentes al agua, protegidas de insectos y con un brillo que parece eterno.
Ese día comprendí que no solo estaba haciendo simplemente un souvenir: estaba tocando con mis propias manos una tradición milenaria que ha acompañado la historia de Corea y que sigue viva gracias a la dedicación de sus artesanos.

El arte de la concha de nácar en Corea se conoce como Najeonchilgi (자개, najeon significa nácar y chilgi, lacado). Esta técnica artesanal consiste en incrustar finísimas capas de concha de molusco —generalmente abulón— sobre superficies de madera lacada. Aunque su origen tiene influencia china, en Corea alcanzó un desarrollo muy particular, convirtiéndose en una de las expresiones más bellas y sofisticadas de la artesanía tradicional. Los motivos suelen estar inspirados en la naturaleza: flores, pájaros, mariposas o paisajes, y el resultado es un objeto con un brillo iridiscente, casi mágico, además de resistente a la humedad, algo fundamental para la península coreana debido a su clima húmedo.
Cuando la base de madera está lista, los artesanos pueden aplicar dos técnicas principales para dar forma a los patrones:
Jureumjil (줄음질): consiste en cortar pedazos de nácar de distintos tamaños con una sierra de marquetería, que luego se adhieren cuidadosamente a la base lacada según un diseño planificado.
Kkeuneumjil (끊음질): se basa en cortar el nácar en hilos extremadamente finos para formar patrones, que suelen ser geométricos o representar paisajes detallados.
En mi caso, durante el taller practicamos la técnica de jureumjil. Confieso que no fue nada sencillo: había que quebrar las piezas con sumo cuidado, pegarlas con precisión para evitar grumos en la laca, y trabajar con rapidez, pero sin perder exactitud. Cada pedacito debía colocarse en el lugar correcto, como si armara un rompecabezas brillante. Además, lo más importante era tener una idea clara del patrón desde el inicio. Yo traté de mantenerme fiel a los diseños tradicionales, y aunque mi pieza fue pequeña, entendí la enorme paciencia y precisión que exige esta técnica.
Nuestro profesor, un maestro artesano con años de experiencia, nos observaba atentamente y compartía consejos para perfeccionar los paisajes que intentábamos crear. Recuerdo que nos insistía en que entre más pequeños fueran los fragmentos de nácar, más refinado y hermoso sería el resultado.

Tiempo después, visité el Museo de Artesanías de Seúl, y pude mirar con otros ojos la sección dedicada al Najeonchilgi. Allí comprendí la magnitud de este arte: durante siglos se decoraron con esta técnica no solo joyeros o cajitas pequeñas, sino también muebles, espejos, baúles, tocadores, guardarropas, mesas y vasijas. Muchos de ellos exhibían patrones geométricos como mosaicos, o motivos cargados de simbolismo como bambú, flores de crisantemo o loto, tortugas, pájaros y otros elementos ligados a la naturaleza y la longevidad.
En ese momento pensé en lo mucho que me costó a mí armar un simple llavero… y no pude dejar de maravillarme con la idea de cuántas horas, meses o incluso años de trabajo se necesitaron para dar vida a esas piezas majestuosas. Era un recordatorio de que el arte tradicional coreano no solo se observa: se respira, se siente y, si uno tiene la fortuna de practicarlo, se valora aún más.
Con toda la información que nos daban en forma de video, podíamos inspirarnos para plasmar en los objetos que íbamos a crear. En este taller tuve la oportunidad de hacer un portavasos, un espejo, un anillo y un llavero. Lo más sorprendente era que cada semana había un objeto nuevo por decorar, lo que hacía que la experiencia siempre se sintiera fresca y diferente.
El profesor, con infinita paciencia, iba alumno por alumno recordándonos los pasos de la técnica: cortar cuidadosamente la lámina de nácar, trozarla en pequeños fragmentos y pegarlos uno a uno antes de que el esmalte —que servía de pegamento— se secara. No era un trabajo sencillo; había que colocar cada pedacito con precisión, incluso empujando con la herramienta que nos daban para probar cómo quedaba mejor el diseño. Una vez terminado, debíamos aplicar varias capas de laca, dejar secar y volver a aplicar, hasta sellar completamente la pieza. Al final, había que esperar al menos 48 horas para que el objeto estuviera listo para usarse.
Ese proceso, paciente y minucioso, me permitió conectar de una manera distinta con la cultura coreana. Entendí que cada caja, espejo o joyero de nácar que veía en las tiendas y museos representaba no solo belleza, sino también dedicación, tiempo y tradición transmitida por generaciones.
Mi experiencia con la madre perla fue mucho más que un taller manual; fue un viaje a la esencia de la artesanía coreana, donde comprendí que incluso los objetos más pequeños pueden contener una historia inmensa.

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